jueves, 12 de enero de 2012

LA VERDAD





Hay veces que no me apetece hacer las cosas; como que no me sale de donde me debía de salir. Y yo me fuerzo, pero nada, no me encuentro inspirado. Y mira que lo intento…Incluso pienso: ¡Con la de bien que podía hacer al prójimo si me empeñara en fingir amor cuando en realidad no lo siento!...

¡Mira que si confundo las churras con las merinas! ¡Mira que si me fuerzo a hacer una cosa que en realidad no es buena para nadie! No para mí, porque no la hago desde el corazón y eso no satisface, y no para el prójimo que cree algo que no es cierto y al final puede producirle confusión y tristeza.

Una cosa son las buenas palabras y otra la confusión. Un día recibí en mi consulta a un amigo que precisaba de mis servicios. Antes yo era muy halagador con la gente. Creía que era mi obligación andar regalando requiebros a troche y moche. Y lo hacía. Aquel día, no se me ocurrió mejor lisonja que la de ponderar el perfume que llevaba diciendo que me encantaba su aroma. En realidad me parecía hortera y empalagoso. Pero me salió el tiro por la culata. Al día siguiente se presentó con un paquetito muy bien adornado y me lo ofreció como un regalo. Al abrirlo me encontré con que era un frasco, tamaño mocito, de la colonia que tanto había festejado y que tanto me disgustaba.

Me lo metí en el bolsillo de la americana y me olvidé de ello. Pero, hete aquí que los designios del Señor son inescrutables y Él escoge cualquier situación para enseñar a los pobres mortales lo que deben hacer, pensar o decir para ser felices. En una vuelta de esquina, me tropecé con otro transeúnte, me vi impulsado violentamente contra una esquina y di con mis huesos en el pavimento. Afortunadamente nada grave; un poco de polvo en los pantalones y poco más. Al reanudar la marcha empecé a oler intensamente al perfume de marras. Metí la mano en el bolsillo como no queriendo aceptar la triste realidad, pero el destino es tozudo en sus determinaciones: Se había roto y manaba su líquido impregnando la caja, el forro, la chaqueta, y goteando el pantalón.

A pesar de que lo intenté no hubo manera de quitar aquel olor de mis ropas. Ni siquiera mandándolas al tinte desapareció el halo del perfume hortera y pegajoso. Tanto transcendía que ha llegado hasta este momento, como para hacerme recordar que no debo de rifar mis halagos fingidos porque pueden tener desagradables consecuencias.

¿Qué hacer? ¡Oh, Gran Dios! Pues sencillamente desear que por nuestra boca mane la verdad y cosas buenas. Que de nuestra mente nazcan pensamientos de bondad, y que en nuestro corazón anide el amor.

Y, como siempre: A lo que vamos, tuerta. Vivir el momento intensamente coordinando el pensamiento con la acción. Y esto es así: no puedo estar pensando en una cosa que no esté en sintonía con lo que hago. Eso es el principio del estrés.

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