martes, 22 de mayo de 2012

ABATIR A UNA BELLEZA DE LA NATURALEZA







ABATIR A UNA BELLEZA DE LA NATURALEZA POR CAPRICHO

¡Es tan bello, tan poderoso, tan inteligente, tan humilde, tan sumiso, tan humano…! Hablo del elefante. No lo conozco en vivo, me gustaría estar cerca de uno en su hábitat natural, pero he visto tantos reportajes sobre su vida, su alimentación, su sexualidad, sus costumbres, que se podría decir que tengo una idea muy aproximada de lo que el animal más poderoso del planeta, el de más memoria, el más orgulloso y el más inteligente, es.
En mi lejana juventud tuve un queridísimo amigo que era cazador siguiendo la afición paterna. Tenía una finca en Valdemanco de la Sierra, un pueblo muy próximo a Madrid, y allí iba a cazar todo lo que se le ponía a tiro. Era tal su gusto por el arte cinegético que un día se propuso cazar un águila. Para tales fines tenía un búho disecado como señuelo. Lo ponía en las ramas de un árbol a la vista de las rapaces, y cuando se lanzaban a por él, les pegaba el tiro de gracia. Un día que no había manera de que entrara al trapo ninguna de las águilas que sobrevolaban el cielo serrano, le dio tanta rabia, que le pegó un tiro al búho.
Era cuestión de tiempo que tuviera que ir con él para cazar ‘algo’. Yo había ido con un tío materno, muy cazador,  de secretario, que es el que se ocupa de tener las escopetas a punto y cobrar las piezas cuando no hay perro. Me divertía el campo, el intríngulis de los ojeos y las comilonas que se organizaban después de la cacería. Jamás se me ocurrió pegar un tiro. Pero aquel día me temía que me iba a ver obligado a disparar, aunque fuera al aire. Él cazó unas cuantas piezas de pluma y un par de conejos. Yo iba con una escopeta de balines que no hubiera atravesado ni la piel de un gorrión, pero tenía que utilizarla, y no sólo para llevarla como adorno colgada del hombro.

A la salida de un calvero, sobre la rama de una encina, piaba un pajarillo. No sé de qué raza se trataba, pero estaba allí, delante de mis narices como invitándome a disparar un balín. Y así fue. Era el primero que disparaba en mi vida contra ‘algo’ que tenía vida, y sin pensarlo dos veces apreté el gatillo con la esperanza de errar el tiro. En vez de salir volando, se quedó agarrado fuertemente de la ramita, giró sobre ella y se quedó cabeza abajo. Nos acercamos a examinar el asunto. Le había rozado el cuello el balín, con tan mala fortuna que le había seccionado la médula y le había producido una parálisis espasmódica y la muerte lógica.
Allí estaba el pobre pajarillo, colgando boca debajo de la rama en la que había estado piando momentos antes, con la cabeza colgando de un hilo de piel y algún músculo. No me atrevía ni a cobrarlo. Se me saltaron las lágrimas y tuve que disimular mucho para que José Luis no se diera cuenta. No obstante me dijo en voz baja: «¡Pues sí que eres blando, macho…!»
Jamás volví a ir de cacería, ni de acompañante, ni siquiera a la comilona. Aquel episodio del pajarillo colgado boca abajo de la ramita de una encina, me dejó un desasosiego en el alma que todavía reverdece cuando lo evoco. Y eso que era un pobre pajarillo que no hubiera servido ni para alimentar a un lagarto pequeño.

Mi hijo tampoco ha nacido para matar animales. Un día tuvo la necesidad de acudir a una montería por cuestión de negocios. Le plantaron en la copa de un árbol a esperar que pasara un venado, estuvo esperando dos horas con el corazón en un puño, pensando lo que iba a hacer cuando apareciera el paleto. Y cuando finalmente entró en su zona de tiro, le pareció aquel gamo tan bello, tan poderoso con sus cuernas apuntando al cielo, tan majestuoso, con tanta prestancia, que se quedó aturdido con el espectáculo, y en vez de disparar, sólo tuvo ánimo para admirarlo.
En una secuencia de una película de hace algún tiempo, un chaval ‘con poderes’, durante una cacería coge al tirador y le pone en contacto con el ciervo que acababa de abatir de un tiro. De alguna forma le pasa toda la angustia del pobre animal, de tal manera que el asesino no lo puede resistir y nunca más vuelve a matar alevosamente.
Es tan bello, tan poderoso, revestido de tanta dignidad el elefante, que hay que ser absolutamente insensible para apretar el gatillo, que pondrá en marcha el percutor, que lanzará la bala a su cruel destino de muerte. Es tan ridícula la postura del cadáver de un elefante en cualquier caso, que el cazador se merecía una postura semejante en el momento de su muerte.

Pero el que caza por placer es igual que el que no cree en Dios. No tiene la culpa de no tener fe, aunque se podría empeñar de muchas maneras en adquirirla. Y, a lo mejor, tal vez, quizá, algún día dispare y un pajarito se quede colgando boca abajo asido por las patas a la ramita de una encina. O un elefante, en su última y mortal caída, se dé de bruces con un árbol, y se quede en una postura espantosamente ridícula que él no merecía.

LU4E.






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