martes, 23 de febrero de 2010

EL PARLAMENTO DE MIGUELTURRA

Me contaba mi abuelo Raimundo, ya hace tiempo, cuando las laderas del páramo estaban llenas de flores en primavera, y las colmenas del ‘matapuercos’ estaban a rebosar de miel y de cera. Le pusieron el mote porque mató a un marrano al dar marcha atrás a un tractor, de los primeros que se veían en la Mancha. Mi abuelillo era recio y terne, y tenía buenas ideas y buen corazón, de lo que ya no queda por ahí. Cuando había que elegir alcalde todos pensaban en el hijo de la ‘despeñada’. La pusieron el mote porque se cayó por un terraplén y salvó la vida, pero se quedó coja y medio manca. Que la podían haber puesto la coja o la manca. Pues no señor, la despeñada. Mi abuelillo accedía de buen grado a ocupar el primer asiento de la alcaldía y allí se apoltronaba cada vez que convocaba a los ediles para decidir sobre una linde, sobre la mejor manera de apañarle el tejao al Sinforoso, que se le estaba cayendo encima, o de dónde podían sacar dinero para arreglar la fuente de la plaza o para asfaltar el cacho de carretera que se fue a hacer puñetas con las últimas heladas del invierno. A la Diputación la tenían muy descargada de obligaciones; casi nunca le pedían nada. Sobre todo porque el presidente era un ‘mala leche’, de los que te mandaban a cagar a la vía en cuanto no le gustaba lo que le proponías. Le pusieron de mote ‘el marrajo’ porque arremetía astuta y maliciosamente, a golpe seguro, contra aquel que le molestaba demasiado, y le propinaba una cornada, de la que, si salía ileso, luego lo contaba a todo el pueblo.



Aquel día, el alguacil fue de casa en casa avisando de una reunión muy importante, de orden del Señor Alcalde. El orden del día tenía solamente un punto: Reunir dinero para mandar a la hija del ‘apañao’, la Rosita, a estudiar a Madrid, dadas las cualidades de bondad, memoria y sabiduría que demostraba la zagala. Al padre le pusieron de mote ‘el apañao’ porque siempre que le preguntabas por la salud, por la familia o por el ganao, torcía la cabeza, te miraba de soslayo y contestaba: “Apañao”. ‘El apañao’ sobrevivía con lo poco que sacaba de la vaca, del cachito de huerta que le había cedido el Ayuntamiento para que pudiera vivir de ella, y cuatro chapuzas que hacía a los vecinos, porque era muy apañao. De mandar a la zagala a Madrid a estudiar, nada de nada. Ya lo pensaba, pero como no podía, se callaba y apañao. Tampoco pedía nada, ni se quejaba nunca, pero gozaba de las gratificaciones que recibía por sus trabajos y por su gran corazón.

Entraron todos por el zaguán de la casa de Raimundo y se sentaron, con las sillas que consiguieron en cualquier rincón de aquella casona, en una especie de cuarto para todo, que tenía el Raimundo cerca de la cocina y del corral. Cuando todos se hubieron acomodado, el Señor Alcalde tomó la palabra y les habló en estos o parecidos términos: “Buenas tardes, queridos conciudadanos. Buenas tardes –contestaron todos al unísono- Os he mandado acudir a mi casa, sede del Ayuntamiento de Miguelturra, del Campo de Calatrava, Provincia de Ciudad Real, para contaros lo que ya todos sabéis y ninguno ignora. Que la hija del ‘Apañao’ tiene que ir a Madrid a estudiar, porque es muy lista, y dada la circunstancia de que su padre, ‘El Apañao’, no tiene ni un guindo, habíamos pensao, entre algunos vecinos, entre los que se encuentran, felizmente, ‘El morros’ y ‘La polvitos’, que podíamos arrimar el hombro entre todos para que la cría llegara a ser abogada, que, al parecer, es lo que le gusta, y a su padre también. Así que, sin más temperatura, procedo a escuchar, por riguroso turno, de izquierda a derecha, lo que tengáis que contestar. Los perros del ‘pelahuevos’ -se lo pusieron de mote porque andaba siempre rascándose descaradamente y la ‘Polvitos’ le dijo un día: “Como sigas así, un día te vas a pelar los huevos, criatura”-, estaban tranquilos a los pies de su amo, pero la gata del Raimundo andaba dándoles por el culo y pasaba corriendo y en su carrera desenfrenaba, les daba un zarpazo. Poco daño, la verdad, para mastines bragados, que, además, sabían cómo tenía los humos la jodia gata del Raimundo. La miraban y la despreciaban, luego miraban al ‘pelahuevos’ y rezongaban complacidos con el puesto que ocupaban en la comunidad. La ‘Despeñada’ sacó unos chupitos de Málaga virgen y unos mantecados caseros que hicieron las delicias de los asistentes. Tanto es así que todos estaban deseando que se hiciera otra reunión en ‘La Alcaldía’ para ponerse moraos de Málaga virgen y de mantecados de ‘La Despeñada’. Al concluir ‘el pleno’ hicieron recuento de la recaudación que fue, números redondos, de dos mil duros y setecientas pesetas. La niña podía permitirse el lujo de estudiar en Madrid y los Miguelturranos estaban satisfechos que no les cabía un piñón por el culo. Desde entonces todos fueron padrinos de la Rosita. Y los perros del ‘Pelahuevos’ siguieron aguantando a la gata del Alcalde hasta que la palmó de un mal parto. Pero entonces los perros ya no tenían que aguantar a la gata del Raimundo, sino a los cuatro gatos del Alcalde. ¡Qué se le va  a hacer! Con tal de asistir a las reuniones de la alcaldía donde ‘la Depeñada’ les daba al final unos pitracos de carne de guarro, aguantaban a los cuatro cabrones de gatos que habían heredado los genes de su puñetera madre.

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