martes, 16 de febrero de 2010

LOS LAPSUS MENTALES O CÓMO NO CAER EN LAS GARRAS DE LA JUSTICIA

(Dedicado a mi amigo José Luis Varillas)


Me dejé caer hacia tras en la cama desarmado; como si me hubieran cortado las jarcias y los obenques. Mi respiración estaba agitada y mis pulsaciones se hacían evidentes en mis sienes. Temblaba  nervioso. La situación era indeseable, insoportable. Pensé en los motivos que me habían conducido al desastre final. Ninguna de las circunstancias habían sido provocadas por una mala idea, maniobra o acción, que pudieran resultar punibles a los ojos de la mayoría de la gente con la que convivía. Estaba acostumbrado a caer en la cama con la satisfacción del deber cumplido y con ausencia de cuentas pendientes. Simplemente gozaba del acogimiento de mi lecho, me arrebujaba entre las sábanas y el edredón y empezaba a recitar mentalmente mi mantra favorito. De ahí al sueño plácido y reparador, no era consciente del tiempo que transcurría; nada. Entraba en el sopor y ya se iban los pensamientos, hasta que los recuperaba con alguna escena onírica que me hacía vivir alguna situación diferente a lo acostumbrado, en la que se colaban personajes, actitudes y deseos que no eran frecuentes en la vigilia de cada día. Al despertar, paz. Nunca permanecía más de diez minutos en la cama sin verme impelido a levantarme. Reanudaba la actividad del día a día, como de costumbre, pensando, exclusivamente, en las ocupaciones de cada instante.

Las circunstancias me habían condenado a no poder ejercer algunos de los derechos de los que gozaba cualquier ciudadano: La tranquilidad del final; el descanso merecido; las vacaciones en el estío; el hoy voy a hacer lo que me apetezca: “¿María José, qué me va a apetecer hacer hoy?; el abandono en el sofá del salón, entre cojines, viendo pasar imágenes en la pantalla, sin intención de juzgarlas; el pasear plácidamente y pararte donde y cuando te apetece, aunque sea a ver cómo trabajan los demás; la falta de obligaciones, el cumplir a capricho las devociones; el hoy no trabajo porque no me mola.
Tenía que currar todos los días laborables, de todas las semanas, de todos los meses, de todo el año, para poder seguir viviendo sin echarme encima todo el poder de la justicia. Era una situación cafquiana en la que no podía permitirme el lujo de ponerme enfermo; en la que no podía pensar, ni por lo más remoto, en largarme de vacaciones siete días al año ¿qué digo? Ni un solo día de una sola semana. En la que no se me podía pasar por la imaginación no trabajar un día, para darme el placer de ejercer alguna de aquellos derechos que tiene todo jubilado. Yo lo estaba, pero sólo en teoría, de nombre, y por la pensión. Mi trabajo es, una vez inmerso en el periodo de retiro laboral -en el que no debía de desempeñar mi actividad, sino por capricho y por afición-, ver a pacientes de compañías de seguros médicos, con las que mantengo un contrato de “prestación de servicios” que, para facilitar su comprensión, es una actividad de: tú tienes todas las obligaciones y nosotros todos los derechos; si no trabajas no cobras, y te podemos mandar a hacer puñetas cuando nos apetezca con el simple requisito de avisarte con una prudente antelación. De privados ni lo menciono. Hoy día la gente se gasta mejor el dinero en una comanda en un restaurador, donde va a comer “lomitos de perlan a la salsa de jengibre”, “Endives rustidas con Roquefort” y “Suprema de gamo a la moda de Frankfourt”, que en la consulta de un especialista que le va a ayudar a vivir mejor con sus problemas.
El dinero de la pensión no me llega para pasarle todos los meses la cantidad que, por decreto de la justicia, la tengo que endosar en su cuenta corriente, a mi primera esposa de la que me jubilé hace trece años. Con el dinero de las compañías tengo que pagar la hipoteca de la casa donde vivo con mi segunda mujer, y todos lo gasto fijos que eso conlleva de luz, agua, gas, etc. De gastos suntuarios, ninguno. Tengo que comer y, además, una parte sustancial tengo que añadirla al dinero de la jubilación para completar el zurrón para la “primera”. Todo esto quiere decir que estoy obligado, por la justicia, a tener que trabajar para las compañías por decreto, para poder vivir y pasarle la pastizarra a la “ex”. Pero tengo que trabajar todos los días laborales del año, y algunos festivos, para poder cubrir sus necesidades. Si no pago un mes, la justicia cae sobre mí con todo su rigor. Si no pago tres, me hipotecan la pensión, y si dejo de trabajar y de tener ingresos fuera de la jubilación, estarían obligados a darle a la “ex” la mitad. Con la otra mitad –mil euros escasos- tendría que pagar la hipoteca de la casa, todos los gastos domésticos y comer. Esto equivaldría a tener que vender el automóvil, comprado de segunda mano, que poseo, vender la casa –si se puede en estos tiempos- y alquilar un apartamento, y condenarme a una vida miserable después de haber trabajado 45 años para la sociedad.


El pecho me pesaba; me di la vuelta. Como un aleteo de mil pájaros, me vino a la mete en ese preciso instante, como si al rodar sobre mí se hubiera movido algo dentro de mi cerebro, la situación del conductor del rhiscka de Nueva Delhi: Todo el día acarreando turistas de acá para allá, con una humedad relativa de un 70% y una temperatura de 40 grados, no son lo mejor para el funcionamiento pulmonar. Todos acaban tuberculosos. Hicimos amistad con uno de aquellos parias y le preguntamos por sus circunstancias. Refirió que estaba casado y que tenía dos hijos trabajadores como él. A las preguntas de si no le gustaría vivir mejor y dar algunas comodidades a su familia, nos respondió con parsimonia y tranquilidad; con esa pachorra de las gentes de India: “Yo hago lo que puedo y lo que sé. Lo demás está en manos de Dios”. En ese momento cambié el chip y repetí la frase mentalmente hasta veinte veces. Al final de la veinte: “Yo hago lo que puedo y lo que sé. Lo demás está en manos de Dios”, se normalizó el ritmo de mi respiración, se sosegó mi corazón y me quedé plácidamente dormido. Al despertar volví a dedicarme, como tenía por costumbre, a dar gracias a Dios de lo que tenía y a vivir el momento.


Ya no existe para mí la justicia, ni el criterio de los jueces, ni la pasta, ni las obligaciones, sólo el momento que me ocupa. Respiro hondo con el mantra en mi mente, y emprendo mi tarea de cada día.

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