viernes, 11 de junio de 2010

OTROS TIEMPOS, ERAN OTROS TIEMPOS



Estaba deseando volver a casa. Era uno de esos días que echas enormemente de menos a la familia, a mi madre, a mi padre, a mis hermanos, a ‘Hasta’, la perra Fox Terrier de pelo duro, con quien los hermanos nos revolcamos y nos mordemos las orejas. ¡Pendeja! No se cansa, es inagotable. Puede estar horas corriendo, saltando, mordiendo y ladrando ¡Qué bestia parda! No sé lo que haría sin ella. Bueno y sin los demás, incluidas Norberta (‘La Norber’ para nosotros) y su hermana Serafina (‘La Sera’), más pequeña que ella y con quien paga sus enfados. Cuando mamá la riñe por meter la pata, va y dice: “Pues ahora voy y pego a mi hermana” Y si no la detenemos, va y la zumba la badana, la muy mazorral. Pero tiene un corazón de oro para otras cosas. Cuando va a la compra, siempre sisa diez céntimos y me compra un pirulí de caramelo, que luego comparto con ella. Es muy maja ‘La Norber’. Ambas son hijas de un pastor de Tortoles de Esgueva, y las circunstancias las obliga a buscarse la vida como pueden. Estudios no las pueden dar, pues a servir muy dignamente en una casa de confianza en Madrid.

El hermano Bernabé me había pescado charlando y, aparte del capón –que eso estaba garantizado- me echó un rapapolvo por no saberme la lección. ¡A ver si voy a suspender la Lengua en la quincena y me van a crecer los enanos!. Por lo pronto me quedo en casa incordiando a mi madre, que es el único aliciente que le queda a uno si no le dejan salir a jugar a la plaza de Santa Ana con los chicos del barrio. ¡Qué barrio! Para mí es mi barrio. En pleno centro de Madrid, con barquillero, dos quioscos de golosinas y uno de tebeos y revistas. Y, para colmo, un escalón de doble alto que utilizamos para que allí se instale el ‘burro’ para jugar a pídola. Una maravilla. A veces nos atrevemos a bajar hasta la iglesia de los Jerónimos para reventar a las parejas que se arrullan al amparo de la penumbra. Más de una vez hemos tenido que salir corriendo perseguidos por un novio frustrado. Luego a pegarse patadas en el culo para volver a casa para cenar.




Siempre cogía a mamá trabajando: cocinando, haciendo punto o bordando sábanas o manteles. Siempre haciendo algo, que la casa es muy grande y a pesar de la ayuda de las dos ‘tortolicas’ hay que arrimar el hombro. Allí está, perenne como la hoja del pino. Siempre la encuentras en casa para que enjugue tus lágrimas de cocodrilo, y para que conteste a tus preguntas, que para ella son muy tontas, pero para mí son fundamentales. ¿Quién me va a contestar mejor que ella, por qué los perros se quedan pegados por el culo cuando hacen el amor? Pues nadie. ¿Quién me va poner cataplasmas de mostaza en el pecho cuando tengo catarro, y quién me va a gritar cuando está de mí hasta el gorro? Nadie, sólo ella. Nadie más. Pero luego me mira con deleite, como si fuera el amor de su vida, y cuando recuesto mi cabeza encima de sus grandes pechos, que han alimentado a cinco hijos, me encuentro en la gloria; como si estuviera en el cielo con los ángeles. Ella sigue dándole a las agujas de punto, y el movimiento de sus brazos me adormece.

Allí está para nosotros a todas las horas del día. A veces la acompaño al mercado de Antón Martín a hacer la compra. Es un placer ver como la quiere la gente y cómo habla a los comerciantes ¡Con qué educación y con qué respeto! Siempre con una frase de agrado y una sonrisa en la boca. Ella acabó la carrera de Intendente Mercantil, pero cuando se casó con papá, consideró que su misión era cuidarnos hasta que pudiera. Y opinaba que las mujeres que trabajan tienen que dejar a los hijos en manos ajenas, y eso nunca es bueno. Además ella opina que no teniendo que pagar nada más que el alquiler de la casa, que es asumible, la comida del mes, los colegios, la ropa y a las muchachas, bien podemos vivir con el sueldo de empleado del Ayuntamiento de Madrid que cobra papá. Por la tarde también me lo encuentro en casa a la salida del cole y charlamos de cómo nos ha ido el día, cómo se me han dado las matemáticas o si necesito que me explique algo. A veces nos da el sueldo para ir a veranear a Chipiona quince días. Nos alojamos en casa del telegrafista: una casona enorme con un patio andaluz donde tiene corral de gallinas, buganvillas, enredaderas, geranios y algunos camaleones que son la delicia de nuestros ratos de tranquilidad. Siempre me han apasionado los ojos de los camaleones. Son autónomos, cada uno va a su pedo. Un día van a acabar peleándose.




Siempre tenemos alguien en casa los fines de semana, mis tíos por parte de padre, algunos amigos y avenidos de la casa o de Chipiona en sus viajes a la villa y corte. Mi madre se pasa los fines de semana haciendo tortillas de patata, huevos rellenos, pastelitos y demás lindezas, que hacen las delicias de la concurrencia.

Como veis no nos aburrimos. Siempre hay algo que hacer en casa. Siempre encuentro a mi madre para llorar en su regazo y a mi padre para que me ayude en los estudios. La casa no es nuestra, ni falta que hace. Y nunca he oído una discusión por culpa del dinero.




Todos estudiamos. Nos criamos arropados por nuestra madre, y, como todos, volamos del nido cuando aprendimos a utilizar las alas. Mi madre siempre estuvo al quite de todo. Y nadie nos conoció, nunca, mejor que ella. Nunca trabajó fuera de casa. Ella escogió a la familia. Y yo se lo agradezco con el alma y rezo porque nos volvamos a ver algún día allá arriba. Mi padre cumplió escrupulosamente con su obligación de subvenir a las necesidades de todos y nunca se quejó de la elección de mi madre. Alguna vez les oí comentar que cuando empezara a entrar la mujer de lleno en el mercado laboral, no iba a haber trabajo para todos, o iba a haber mucho paro. Eran adivinos. Y, como muchos, diréis: “Eran otros tiempos”. Pero yo soy de los que opinan que la añoranza te pone triste y no soluciona nada. Sólo que, alguna vez, alguien podría recordar y tomar ejemplo.

(Los tres cuadros con los que ilustro esta entrega son de mi querido amigo Álvaro Reja.)

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