lunes, 28 de junio de 2010

RUTINA





El hombre es un animal de costumbres inveteradas, rutinario y sistemáticamente recalcitrante en sus tics, en sus ideas y en sus mecanismos de defensa. Cada cual, llegado un momento muy determinado de su vida, busca desesperadamente un trabajo, naturalmente remunerado, que le permita vivir independiente, comer todos los días, tener un refugio con calor, agua corriente y luz. Inmediatamente busca con quién compartir todo esto, e, indefectiblemente, se ve obligado, al cabo poco tiempo, a repartirlo con más gente. Bien la madre de ella o de él, una prima deficiente o hijos; a veces muchos hijos.

Al pasar de los años, de una forma u otra, uno se acomoda en su rutina diaria y, excepto los muy recalcitrantes que hacen masters y promocionan en sus oficinas, fábricas o negociados, los más, siguen utilizando los mismos utensilios de la misma habitual manera de siempre, sin variar ni un ápice. Una vez que coges el tranquillo, ya, to pa lante, liso, liso, hasta el final.



Gustav Klimt. La Virgen



Hasta para el más insustancial de los actos diarios, tenemos una rutina, para hacerlo de una forma determinada, en un tiempo determinado, a una altura determinada, con los mismos gestos de siempre y con la mente puesta en otra cosa, porque ya hacemos nuestro cometido tan automático, que podemos –como las mujeres- hacer dos cosas al mismo tiempo, o pensar en tres y seguir haciendo la tortilla de patata con cebolla.

¡Qué difícil es sacar a alguien de su rutina! El otro día me acordé de una de las fases de La Serpiente de Fuego, en el que narro mi rutina diaria. Y ¡hay que ver cómo me lo monto yo también! ¡Qué sistemático y qué maniático! He deducido que nada tiene una razón muy determinada que justifique el por qué hacemos las cosas por la derecha o por la izquierda. Es una cuestión de costumbre; de rutina. Pocos son los que hacen las cosas para economizar esfuerzos o porque salen mejor con la izquierda que con la derecha, pocos. Los demás aprendieron de sus predecesores que había que poner los papeles pendientes en la bandeja de abajo, y, ya. ¿Y, quién ha dicho que todos los papeles pendientes haya que ponerlos en la bandeja de abajo y no en la de arriba, que sería lo más lógico para tenerlos más a mano? Pues, no, en la de abajo. Y así con todo. Las razones íntimas de las actitudes del primero que hizo algo, las sabía solamente él y sus motivaciones no se las trasmitió al siguiente.




Medicina


Un mago hacía sus alquimias en el último piso de un torreón. Pócimas, ungüentos, sahumerios, brebajes, dormían en retortas, matraces y vasos votivos. Cuervos disecados, patas de gallo, corazones de buey, testículos de carnero, serpientes amojamadas, colgaban de estantes y reposaban en cajones. El techo estaba ennegrecido con el humo que desprendían los pábilos encendidos de la velas de grasa de ganso mezclados con cera de abejas. El olor a humedad se mezclaba con los aromas de las hierbas curativas y de cera quemada. Allí se pasaba muchas horas leyendo el empolvado tratado de magia y adivinación, legado de sus mayores. Un buen día, un querido discípulo, ansioso de que el maestro estuviera acompañado todas esas horas, le regaló un gatito rojo con un ojo azul y el otro verde. El maestro se encariñó con el animalito, y era delicioso verlo jugar con él.

La primera vez que el gato tuvo autonomía para subir y bajar, brincar y saltar, y se quedó solo, persiguiendo a un mur, rompió, derramó y desorganizó todo lo que abarcaba la vista. Al volver el maestro, se llevó las manos a la cabeza y lo primero que se le ocurrió fue pedir la ayuda de su discípulo. No en vano había sido el último responsable de aquel desaguisado. Estaba tan encariñado con “Gedeón”, que le miró, y cuando el gato le cruzó la mirada y se frotó con sus faldas rezongando, le acarició y siguió con su ocupación.


El Árbol de la Vida



Cuando salía el maestro, avisado de lo que podía pasar si dejaba a Gedeón sólo, le ataba con una cuerda en el rellano de entrada del torreón hasta que volvía. Así se aseguraba de que sus cristales estuvieran a salvo. Llego el alquimista a muy viejo y un día dejó este mundo en medio de la consternación de su discípulo. Éste, en su memoria, cada vez que salía de casa, ataba al gato en la base del torreón. Y cuando el gato murió y fue reemplazado por otro, le ataba de igual manera a una argolla ya dispuesta en el hall del torreón. Esa costumbre paso de maestro a discípulo, de generación en generación.

Hoy en día, el maestro, por ritual, ata un gato a la puerta de su casa. No sabe por qué lo hace, pero así recuerda a su último maestro, que lo hacía, y nunca supo por qué.

Así somos, rutinarios hasta la extenuación, y sin saber por qué hacemos la mayoría de las cosas que nos ocupan. Pero yo, en estos últimos tiempos, cambio de forma de hacer las cosas, y, creedme, que alguna sale mejor que de la forma primitiva. De vez en cuando, en la variación está el gusto. Y si sale mal, siempre hay tiempo de rectificar.

1 comentario:

  1. Hola Enrique, he estado desconectado de la blogsfera por un tiempo, pero, hoy que entre a mi blog vi tu amable comentario y por supuesto entre al tuyo el cual me parecio muy interesante y de gran ayuda. Lo seguire y tratare de escribir un poco mas a menudo en el mio para los que amablemente me siguen. Un saludos desde Pachuca, Hidalgo, Mexico.

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