domingo, 18 de abril de 2010

MIS PASTILLAS PARA LA TENSIÓN

De momento goear, que es mi servidor de música, no funciona. Tendremos que esperar que seresuelva el problema para que podamos seguir deleitándonos. Solucionados los problemas, pincha en el play del cuadro inferior y escucha mientras lees.




Estando, como estoy, en la senda del conocimiento, y empeñado en mis prédicas referentes a la mejor manera de vivir y ser feliz, que imparto a diario a todos los pacientes que tienen el aguante suficiente para escucharme estoicamente, necesariamente tengo que ser coherente y hacer lo que digo. “Haz lo que yo digo, pero no imites lo que hago” es una frase muy extendida por los cuatro puntos cardinales, y muy utilizada, de manera consciente, por miles de misioneros, evangelizadores y propagandistas. Pero nada cala más hondo en la conciencia de los humanos, que el ejemplo vivo del prójimo. Lo que más valoramos son los actos del otro y por ellos nos guiamos. En efecto: “Somos lo que hacemos, no lo que decimos”.

Las palabras se dejan llevar por el viento, y al rato, ya no queda nada de ellas. Ya no son nada. Ni siquiera toman en ningún momento carta de naturaleza. “Donde dije, ‘digo’, digo Diego”, es la intención repetida de todo el mundo, para salvar una situación complicada, una deuda o un compromiso: “A ver si nos vemos un día y tomamos unas copas”, es igual que decir “A la vuelta lo venden tinto”. Nada, filfa, nonada. Pero, si voy, voy, y no dejo en ningún momento de tener la intención de ir. Si lo prometo, me endeudo, y, a no ser por una causa de fuerza mayor, cumplo con el ofrecimiento o con lo prometido. Soy como los tratantes que sellan su pacto con un apretón de manos. En realidad no haría falta el papel escrito y firmado por ambas partes, garantía del compromiso. Pero se instauró en la sociedad precisamente porque había millones de humanos que se resistían a cumplir con sus obligaciones.





Estaba trabajando con mis pacientes. Ya había visto a una docena, y cada momento que pasaba, me encontraba, más y más, como en una montaña rusa. Unos momentos abajo, y al siguiente en una profunda sima en la que me encontraba descentrado, ansioso e incapaz de predecir lo que pasaría en el momento siguiente. La situación me estaba inquietando, y, aunque hacía lo posible por centrarme en mi trabajo, lo conseguía sólo a ratos y a duras penas. La situación empezó a ser preocupante, cuando una oleada de calor me subió de pies a cabeza y me hizo ver un gran resplandor acompañado por unos estertores en mi corazón. Luego, unos latidos muy fuertes, claridad y nueva situación de desasosiego profundo. Al terminar de ver al paciente que me ocupaba, le pedí a la enfermera que no me pasara a nadie más. Salí de la consulta y anduve los escasos tres pasos que me separaban del despacho contiguo al mío, donde estaba Ignacio. Llamé a la puerta, me abrió la enfermera y entré apresuradamente. Me debio ver muy ansioso porque, sin preguntarme, me sugirió que me acostara en la camilla y, mientras le refería mi sintomatología, ya me estaba tomando la tensión y haciéndome un electrocardiograma. El trazado era normal, pero la tensión estaba por las nubes. Ignacio me explicó que esa, sin duda, era la causa de mi estado de ánimo. Me dio una pastilla de un hipotensor de ‘última generación’, como todo lo que últimamente se supone que es lo mejor, y me vigiló mientras pasaba un rato prudencial para volver a medirme la tensión arterial.

Me empecé a encontrar bien progresivamente y mi tensión se reguló hasta cifras normales. Me recomendó que tomase una pastilla todas las mañanas y que, cada poco, me vigilase mis parámetros. Sin duda la causa del fenómeno fue mi estrés, mantenido durante mucho tiempo. Mi situación de insatisfacción y mi complejo de sentirme injustamente tratado por la vida. Por encima de todo debía de moderar este aspecto de mi personalidad, pero me dejé atrapar por el pánico y seguí tomando la pastilla para la tensión, como cualquier anciano decrépito y lleno de ajes.





Al poco tiempo se añadió a mi sintomatología una serie de palpitaciones que se fueron haciendo cada vez más frecuentes, y que me acompañaron en mi trabajo y en mis viajes, sacándome de las situaciones a cada instante. Mirándome el ombligo transcurrieron los días, las semanas y los meses. Yo seguía tomando la puñetera pastilla de la tensión que me producía unos efectos secundarios bastante acusados. No sabía si era mejor el reme dio que la enfermedad. La medicación para los extrasístoles no me hacía nada. Es más, en un primer momento los aumentó de una manera dramática. Me encontraba atrapado en la situación, sin comprender por qué, con todas mis prácticas espirituales, el trance era tan negativo para mí.

No siempre hablas para ti, pero en esta ocasión me pregunté, a viva voz, qué mierda podía hacer para salir de esta puta mazmorra donde –estaba seguro, voluntariamente- me había metido. Recordé todas mis peroratas a los pacientes en situaciones similares a la mía, y, de pronto, se me abrió la puerta de la memoria y del entendimiento. Lo primero que apareció ante mi vista con gran claridad, fue un inmenso gigante de bronce con pies de barro, sumergidos en el agua. La acción diluyente del fluido, estaba comenzando a disgregar el barro y, sin tardar mucho, mi ídolo de bronce se iba a precipitar al duro suelo. Debía, por tanto, hacer algo para afianzar la base de mis conocimientos; tenía que recordar el principio de todo, la esencia.

Mi cuerpo funcionaba impecablemente a pesar de mi voluntad. Todos sus mecanismos son involuntarios, y su esencia está muy por encima de mi mente y de mi pensamiento. Y todo formando parte de un campo unificado de conciencia, en el que el ser humano es el único disidente que quiere mantenerse separado del conjunto, produciendo un estado traumático y antinatural. Me identifiqué entonces con la naturaleza recordando las palabras de Eckart Tolle. Las plantas, los árboles, las piedras, los animales, sólo se dedican a ser ellos mismos, sin ninguna intención de controlar su situación, sin dualidad. Manteniéndose en ellos mismos con gran dignidad y con una auténtica sacralidad. Y yo: ¡Mísero de mí. Infelice! Quería controlar todo con mi pobre entendimiento. Aprendí súbitamente de la naturaleza y dejé que todo fluyera a través de mí. Sin control, dejando que todo fuese según el plan divino.



Mi decisión fue firme. Debía dejar la medicación que me tenía encadenado al sistema vacuo e inoperante de la medicina interna actual; a la medicación que, de seguir la pauta indicada por los protocolos, me obligaría a seguir tomando pastillas hasta el día de mi paso a otra dimensión. ¡Pobre ingenuo! Cuando tienes acostumbrado a tu ‘saco de mierda’ a cierto tipo se estímulos químicos, tienes que desacostumbrarlo progresivamente, so pena de sufrir las penas del purgatorio. Para ayudarme en mi duro proyecto, recurrí a la homeopatía, que nunca me ataría al ecúleo de la farmacopea médica. Por fin, dejé mis pastillas para la tensión. La mierda de pastillas que, entre otras cosas, me tenían la libido bajo mínimos.

Ya no me acuerdo cuándo abandoné el tratamiento para la tensión. Desde entonces no me la he vuelto a tomar. De vez en cuando, voy a que mi homeópata de cabecera me afine el mecanismo. Sigo con mis prácticas espirituales y meditativas. Estoy feliz de poder predicar con el ejemplo. No lo exhibo como una hazaña. Me lo guardo en un rincón de mi corazón, y lo saco, de vez en cuando, si tengo necesidad de recurrir a mi conexión con mi propio ser; con mi propia esencia.

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