martes, 8 de febrero de 2011

LOS EFLUVIOS HUMANOS

Aprendo Tai Chi con el profesor Juanjo Mendoza. Suelo acudir a sus clases los lunes y los miércoles de 19:30 a 21:30. En realidad no son dos horas seguidas; se trata de clases de 40 a 45 minutos. Así que aprovechamos el intermedio para tomar una infusión o un café en un pub que hay enfrente. Cada vez que volvíamos del café nos olía la ropa a tabaco. Algunos días tenía que colgarla en el patio para que se disipara el penetrante olor que desprendía.




El último día, antes de la primera clase, entré con intención de tomarme una infusión con un nombre romántico y melancólico, “Tardes lluviosas”. Que apetece tomarla en compañía de una joven sofisticada leyendo las rimas de Becquer. Me acerco a la barra y veo una caja de incienso. Pregunto a Rocio, la propietaria –mujer atractiva, educada, pero pasada de rosca como todas las que tienen que estar al servicio de varios ‘chapistas’, que van a dar la chapa a las más pintada–, y me dice que ha recurrido a quemar incienso con intención de enmascarar el hedor que exhalan algunas personas, y que ahora, al no existir el penetrante aroma del tabaco, ha tomado protagonismo; un desagradable protagonismo diría yo. Al parecer, ella, como yo, tiene en la nariz un radar poderoso que detecta los malos olores. Y hay veces que se le levanta el estómago y tiene que retirarse para no echar la pota.

Pues no sé qué será peor, si oler a tabaco o apestar a sobaquina, culo, chochito y pis. Antiguamente se quemaba incienso en las iglesias, aparte de su función espiritual, para purificar el ambiente de las miasmas expelidas por los cuerpos sucios por falta de higiene. Ahora tendrá que volver a la costumbre. Parece mentira que en la era de la cibernética haya que recomendar a los ciudadanos que se duchen por lo menos una vez al día.

Yo promulgo la necesidad social de dar lo mejor de uno mismo a los demás: El mejor trabajo, la mejor dedicación, el más desinteresado amor, la más pura limpieza, el más exquisito aroma, la más franca sonrisa, la más agradable lisonja. Esto es lo que aprendí de mis padres, y esto es lo que yo he enseñado a mis hijos. Unos aprenderán y otros no, pero siempre les quedará la impronta, el estigma de lo aprendido, y algún día servirá para hacer grupo.




Lo estoy diciendo muy reiteradamente. Es cuestión de educación; tanto la limpieza como el consumo de tabaco. Yo no me opongo a que cada cual tenga su vicio privado –el que no lo tenga que tire la piedra– pero hay ocasiones en las que nuestro vicio colisiona gravemente con los que no lo tienen. Yo no entro en una cafetería si me molesta excesivamente el humo del tabaco. Sin embargo, transijo y si no, no entro. Cuando fumaba no se me ocurría hacerlo en casa de un amigo sin preguntar previamente si tenía algún inconveniente en que prendiera el cigarrillo. Es una cuestión de educación y de tolerancia. Hasta ahora no ha habido ningún conflicto en este aspecto. El que quería entraba en los pubs y el que no quería no entraba. Yo, a lo largo de los miles de años que llevo en este plano, he oído comentar cómo huele la ropa al salir de una cafetería. Y, además, para los padres, el olor a tabaco de la ropa de los hijos era una importante pista que ponía en aviso de las correrías del infante. Nadie se ha quejado más allá de lo habitual. Lo del cáncer de pulmón, ya sabéis que opino que es una patraña como la copa de un pino. Y la estúpida zarandaja de querer proteger a los ciudadanos, es la sandez más grande que darse pueda en la moderna civilización de los políticos abusadores.




El dar lo mejor de sí mismo a los demás, incluido el olor, me lo enseñaron mis padres desde muy pequeño. Ahora, sin embargo la mayoría de los adolescentes no se duchan a diario y a las niñas les tienes que enseñar para qué sirve el bidé. Es una cuestión de cultura. En resumen. No sé qué es preferible, si el olor a tabaco, o el olor a humanidad guarra y mal educada.

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