martes, 15 de febrero de 2011

SEGUNDA PROPUESTA DE BÁRBARA ALPUENTE

Todo es una mierda, los bancos son unos cabrones y los políticos unos caraduras. Efectivamente, estoy de acuerdo. Pero ¿Qué hacer? Muy sencillo. Se trata de una propuesta barata, ecológica y cómoda, aunque políticamente incorrecta. Es tan sencilla como no ir a votar a las próximas elecciones municipales y autonómicas. Pero hablo de no ir a votar nadie, nadie. Es decir, que las urnas estén vacías al acabar el horario de votaciones. Que no haya que hacer recuentos, ni perder ni un minuto en dilucidar quién es el inútil que gana y quién pierde. ¿Qué pasaría? La hecatombe, las preguntas, la prensa alarmada, los ciudadanos expectantes, los políticos –esos holgazanes, caraduras vivalavirgen– haciendo las maletas, el gobierno de concentración, el salvador de la patria con su sable en ristre, Europa atónita y nosotros frotándonos las manos porque, evidentemente todo cambiaría ante el rechazo unánime de los ciudadanos. Fue un copo, pero al revés –escribirían los periódicos–. ¿Qué va pasar ahora? –Escribirían los editorialistas–. Pues no iba a pasa nada. Los que piensan y no actúan se verían obligados a actuar, por una vez. Y los que estaban actuando sin pensar, tomarían las de Villadiego, dándose patadas en el culo para ver quién llegaba antes a los paraísos fiscales para gastarse cómodamente el producto de su rapiña.




No es cierto que las urnas constituyan la única vía de opinión del pueblo. Existen muchas otras. Y entre ellas la que propongo. “Si no votas, luego no protestes”, es una falacia que inventaron los políticos temerosos del absentismo.

No quiero crear opinión, pero a mí me subyugan los doctos e inteligentes comentarios de Don Mario Conde, que entre otras virtudes es abogado del Estado y con experiencia suficiente en las duras y en las maduras para asumir el gobierno de una cosa tan seria como la Nación. Pero Don Mario, del que no sé las verdaderas intenciones, piensa pero no actúa. Y en tan especial coyuntura se vería obligado a actuar, como todo aquel que piensa pero hasta entonces no había actuado.




Todo se reduciría a borrar a golpe de decreto-ley las autonomías, de abordar una especie de ‘nacionalización de la banca’ –que entre otras cosas no es una idea exclusiva de la izquierda– Y, si no, crear unos órganos de control de las instituciones financieras, que vigilase el mal uso de los recursos, la rapiña, la usura, el agiotaje, el logro y la desvergüenza. Crear un órgano de vigilancia de las multinacionales, que, hasta que no se demuestre lo contrario, son amos de la economía del globo terráqueo. Crear órganos de control de la administración, tanto en sus mandos, como en los trabajadores. Para evitar absentismos, baja productividad, listas de espera, etc. Eliminar los sindicatos y sus prebendas, que no son fundamentales en la vida de un país. Mejorar la enseñanza para crear una base sólida para futuras generaciones. Con todas estas medidas, naturalmente desaparecerían los nacionalismos que sustentan en la actualidad al poder constituido. Naturalmente, los ‘simpapeles’ a su nación de origen. Y los ‘compapeles’, al primer delito, a su país de origen. Obviamente despolitización de la justicia, con la consiguiente independencia de todas las instituciones del Estado. Y como colofón, unos estatutos para la elección de los órganos de dirección del país, apoyados en la sabiduría y experiencia de los candidatos, que deberían exhibir sus curriculum, y presentarse a las elecciones ante un tribunal de sabios y ancianos independientes, con la suficiente capacidad de juicio. Renovación de contratos anualmente, dependiente de la marcha de la economía, etc. Con todas estas medidas se habrían ahorrado, de un plumazo, miles de millones de euros que actualmente se dilapidan en sueldos de políticos inútiles y de sus sandios asesores de cualquier cosa.

Como veis, todo ha nacido exclusivamente del acto volitivo de irse al parque en vez de acudir a las urnas. ¡Elemental mi querido Watson! Quizá, tú, con tu poder de convocatoria, si te lo propones, harás realidad el principio del cambio.

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