lunes, 23 de abril de 2012

UNA GRAN DAMA





Elegante, derecha como una vela, altiva, de paso rápido, con su porte y su belleza conservada durante los 82 años que la ha tocado vivir. Llena de artrosis y con ligeros achaque de un pasado episodio leve de infarto cerebral. Sin embargo la que tuvo, retuvo y guardo para la vejez. Y no empleo ‘vejez’ e ningún sentido peyorativo; es inteligente, muy bien educada, formada, lectora inveterada de todo tipo de ciencia, y conversadora perspicaz y amena.
Ha parido a esta vida varios hijos, mitad varones, mitad hembras que, como debe de ser, tienen cada cual su carácter. Ella, amorosa con todos como cualquier madre; también como cualquier madre se siente dolida por los desaires de cada uno de ellos. Pero alguno no la dedica solamente desaires, sino agravios superlativos, como no hablarla desde hace 10 años, sin ningún motivo aparente –por supuesto él los justificará de algún modo–, al extremo de que no conoce a ninguno de sus cinco nietos. Otro no se relaciona con ella, al parecer por imposiciones conyugales. Otro no hace más que hostigarla para conseguir el dinero que necesita para hacer su vida de despilfarro…

A partir de ahí, ella se deteriora hasta el punto de creerse una anciana decrépita y de acudir a los médicos para que remedien unos males que, en realidad, sólo está su mano subsanar. A partir de ahí, inconsciente de que la causa de sus enfermedades son sus hijos, entrega su cuerpo a los matasanos y les pasa la patata caliente de su sanación. Pero estoy seguro de que ninguno de ellos, hasta los más allegados; hasta los amigos de sus hijos médicos, la van a preguntar cómo vive, cómo se relaciona, cómo se lo monta…
¿Y cómo podría ella sanar la relación con sus hijos, causa de todos sus males? Sus hijos, en realidad no son la causa de sus males. En realidad la gente no nos perturba, nos perturbamos nosotros con la gente. Ellos no tienen ninguna responsabilidad con su madre. Es duro, pero es la realidad. Aquí, a este mundo, cada cual ha venido a desempeñar su papel, y a fe mía que hay algunos que lo bordan. Y el papel de esos hijos es poner las cosas, de tal manera, que la madre aprenda algo –a mí se me escapa qué– para su crecimiento espiritual.

Los acontecimientos de la vida –ya me he expresado en este sentido en otras ocasiones– son de naturaleza neutra, no son ni buenos ni malos. Lo que para vosotros es nefasto, para mí puede ser una bendición del cielo y viceversa. Lo que le da la categoría al hecho, a la circunstancia, al caso, al accidente, es mi reacción ante la situación, de qué forma la abordo, cómo la encajo, qué siento con ella. Esa es la diferencia entre aprender de los hechos de la vida, o no jalarse un rosco, de manera que la misma situación se nos pondrá delante una o mil veces más para que aprendamos de una repajolera vez.
Pero es tan duro darse cuenta de que los hijos no son nuestros, sino de la vida. Es tan atrozmente desgarrador darse cuenta de que ellos deben de vivir sus vidas con independencia de nuestros deseos, de nuestros designios, de nuestra educación, de lo que siempre hemos pensado, e incluso hemos pergeñado para ellos…Es tan vil pensar que a lo mejor el respeto a los padres no es lo que tienen que hacer por obligación los hijos que han venido aquí a hacer lo contrario; a veces por imposiciones del guión y para bien de los progenitores…

Definitivamente, toda una vida de pensar en ciertos parámetros, de navegar entre balizas establecidas, de moverse encorsetados por dogmas, preceptos, mandamientos, costumbres, no da para mucho, no da para romper las ataduras y caminar libres por la vida, sin la rémora de las obligaciones, de las devociones, de los preceptos y de las leyes. Y llegado el momento de la enfermedad –naturalmente causada por traumas emotivos– no tenemos más recurso –es el que nos dejan– que pasarle la patata caliente de nuestra sanación al médico. Y el médico, pobre de él, intenta, trata, prueba, tantea, procura mejorar la calidad de vida del paciente. Pero no sabe –porque hay muchos intereses que se lo impiden– que el sanador, antes de sanar a ningún paciente, debe sanarse a sí mismo.

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