viernes, 5 de octubre de 2012

ADULTERIO CONSENTIDO


Me impresionó en mi época de estudiante, durante mis estudios de psiquiatría con el Dr. Vallejo-Nájera, la historia de Freud y sus teorías sobre el sexo. A raíz de estos conceptos dejé de sentirme como un bicho raro y me mezclé con todo el mundo en esta materia. Ya no era diferente,  la mayoría de la gente también se sentía impelida por el motor poderosísimo del sexo. El sexo dejó de ser un pecado para constituirse, dentro de mí, en un hacedor de vida y en un milagro... (Un milagro sublime en aquellos años era poder practicarlo).
La única diferencia con los animales, es que estos tenían unas épocas activas y los humanos extendíamos el tiempo, hasta no dejar ningún periodo de calma sexual y reproductiva. La libido en el ser humano no tenía valles en la línea abscisas, sólo había una línea continua, allá arriba, en lo más alto del eje de ordenadas.

Mis consideraciones acerca del sexo y de su práctica cambiaron decisivamente cuando estudié que había civilizaciones en las que la homosexualidad era una práctica rampante y consentida. En otras era normal practicar sexo con personas de otro sexo desde la más tierna infancia. En otras, la mujer núbil admitía en su cama, cada noche, a un muchacho distinto; aquel que hubiera llamado primero a su puerta. Y en otras  –para no alargar el asunto hasta el infinito–, el varón que podía, mantenía a más de un mujer, con las que folgaba periódicamente, con el beneplácito de ellas.
Mi carácter en materia de relación eran los celos patológicos, que me impulsaban a la exclusividad de la pareja ¡Cuánto he sufrido por esta causa! Veía sombras de adulterio por todas partes, y penaba las consecuencias del asunto. Mi mujer, para mí, era sólo mía y de ninguno más. Ella no podía mirar a otro hombre, y mucho menos sonreírle. No podía salir de casa sin que yo me enterase, con pelos y señales, de a dónde y con quién iba. Me dejaba el teléfono de sus amigas y yo, como no queriendo, la llamaba varias veces…

Un auténtico suplicio para ella. Un auténtico desastre para mí, que, por otra parte, me solazaba con la primera mujer que me plantaba cara.  Si ella hacía algo reprobable era una puta; si yo cometía adulterio, mi proceder era festejado por todos mis amigos y conocidos. Lo de siempre: El macho hispano y carpetovetónico; una cochambre, un imbécil de salón porque, si ella hubiera querido –nunca me lo planteé– me hubiera puesto los cuernos por delante y por detrás todas las veces que la hubiera dado la gana.
¿Qué ganaba yo con estar investigando todo el día? ¿Qué ganaba yo con insultarla y denigrarla hasta lo más bajo, contándole a mi hijo de corta edad, lo que yo creía que hacía con sus amantes? ¿Conseguía su consideración, su respeto, su admiración en algún sentido? Muy al contrario, cada día me odiaba más y se sentía más vituperada, más ofendida y más insultada.

Aunque era el padre de sus hijos y me quería en el fondo, llegó un momento en el que no pudo aguantar más y se metió en un procedimiento de divorcio, del que ambos salimos muy perjudicados. Y los niños tuvieron que sostener, sobre sus hombros, la pena de ver a su padre y a su madre alejados y odiándose profundamente.
Es inútil arrepentirse de lo pasado. El pasado ya pasó, no me puede afectar. Pero es imprescindible aprender de nuestras acciones equivocadas, y creo que yo estuve muy equivocado en mi proceder con ella.

Con mi segunda mujer mi carácter no cambió, seguí ejerciendo de celoso, estúpido y engreído. Y ella acabó hasta la coronilla de mis bobadas. Un día me dijo, a bocajarro: «¡No seas idiota. Goza de mí cuando me tienes, y no pienses lo qué hago cuando no me tienes!» Aquella frase, inteligente y muy sentida, me hizo, en un instante, cambiar todos mis parámetros acerca de los celos, el sexo y la relación pareja.
Hoy, a pesar de todo, me considero como un tipo elástico, consentidor e incondicional en materia de amor. No vigilo a mi pareja. Igual que yo podría plantearme un ‘polvo descremallerado’ con otra mujer, no me extrañaría que ella tuviera las mismas apetencias. Las comprendo y las tolero. Cuando me cuenta algún escarceo con otro hombre, las gozo, y mi amor por ella se acrecienta. Estoy empezando a degustar las mieles del ‘amor incondicional’: aquel amor que no entiende de sexo ni de egoísmo, sino de complacencia, respeto y libertad.

¡Qué lástima que no hubiera entrado en estas consideraciones mucho antes! Pero, tanto el carácter, como la inteligencia y la tolerancia, necesitan tiempo para acrisolarse en la experiencia. Y eso sólo se consigue a fuerza de años, o de bofetadas. Hoy soy el príncipe azul que cada mujer sueña encontrar en su vida. Pero creo que ya es tarde, me voy a tomar un par de copas de absenta y me voy a la cama…
 

 

1 comentario:

  1. nunca es tarde para el cambio si es para bien, grata sorpresa la de su evolucion, es dificil concebir la vida de una manera y darle un giro tan radical pero como usted ha podido comprobar todo en la vida es posible, las personas siempre pensamos que no cambiamos y a cada segundo lo estamos haciendo ahora no soy como ayer ni pienso lo mismo gracias a Dios y dentro de un minuto sere completamente distinta a lo que soy en el momento en el que escribo estas letras, felicidades por su evolucion

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