viernes, 1 de enero de 2010

EL DOLOR

El dolor, más que un síntoma de una enfermedad, hay que abordarlo como una cultura. En Occidente, el dolor –según la medicina oficial- es indeseable por sí mismo; sólo se considera como una suerte de alarma que pone sobre aviso de la existencia de una anomalía orgánica que lo provoca. Fuera de esta utilidad, el dolor es indeseable e inútil, así que se decide acabar con él, cada vez con analgésicos más potentes y resolutivos, una vez que ha cumplido con su función. En otras latitudes el dolor es incómodo, pero no se combate, entre otras cosas, porque no hay analgésicos para ayudar a su resolución. En Occidente, al mecanismo del dolor como dispositivo de alarma, se une la imprescindible puesta en escena del diagnóstico para acabar con la causa del dolor. Pero para esta secuencia, se debe acudir a un centro de urgencias médicas, habitualmente atestado de pacientes con dolores, en espera de las correspondientes pruebas diagnósticas que establezcan las causas de sus padecimientos. Pero esto no siempre surte el efecto deseado: Un tanto por ciento muy elevado de pacientes con dolores, después las pruebas específicas conducentes al esclarecimiento de sus causas, se quedan sin saber el origen de sus incomodidades. Para el restringido número de dolientes a quienes se diagnostica la causa de su dolor, se establece a) un tratamiento médico, que puede que acabe con el padecimiento, o no. b) La recomendación de una cirugía en mayor o menor plazo. Para los sometidos a cirugía, un número de aproximadamente un 30%, después de la intervención, siguen padeciendo los dolores y las molestias que les llevaron al servicio de urgencias médicas la primera vez.

Dolorosamente –no podía emplear otra palabra más ad hoc- se desprende de estos hechos que, a no ser que se desencadene la hecatombe en un plazo corto de tiempo, durante el que se proceda a la cirugía urgente o al ingreso del paciente en un servicio de cuidados intensivos, la espera es el mejor recurso y el que yo recomiendo.

A toda esta palabrería, fundada o no en hechos médicos reales, se une, como una brizna de hierro a un potente electroimán, el hecho de la indefectible agravación de los síntomas por el mecanismo de la incertidumbre humana. Pero al igual que en el principio de la física cuántica de Heisemberg, el ojo del observador hace desencadenarse o variar el experimento (Principio de Incertidumbre de Heisemberg). De manera que el mismo paciente pone el elemento catalizador para la agravación de sus síntomas, exponencialmente, hasta acabar en la tragedia. De igual manera, la voluntad del paciente, puede, de una manera decisiva, acabar con la resolución del dolor en un muy corto plazo de tiempo. Y esto es así claramente. Me duele y el dolor pone en marcha mi mecanismo mental de alarma e incertidumbre: ¿Qué será? ¿Qué tendré? ¿Será grave? ¿Me tendrán que operar? ¿Me moriré? ¡Cada vez me duele más y más! ¡Ya no puedo soportar el dolor! ¿Me voy a urgencias? Sí, me voy, ya. He puesto toda mi intención en el dolor y nunca he dejado ocasión a la espontanea resolución del mismo. Y mi intención y atención no han sido, en ningún caso, positivas. Siempre han apuntado al lado macabro y al pánico que desencadena el agravamiento de los síntomas. Yo mismo he contribuido al mantenimiento y al aumento del dolor y de la enfermedad.

Me duele ¡Va! ¡Ya se quitará! ¡Confió en mis mecanismos homeostáticos! ¡Mi cuerpo es perfecto y mi mente está clara. No tengo ningún conflicto! ¡Ya se pasará!

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