jueves, 6 de enero de 2011

…O no…

Desde que nací me dieron por ciertas las verdades que también dieron por ciertas mis padres provenientes de mis abuelos. Eran verdades axiomáticas, por tanto no necesitaban demostración alguna. Era lo que atesoraban y para ellos tomaron, en cierto momento de sus vidas, carta de naturaleza. Las preguntas que posteriormente iba formulando siempre tuvieron una contestación empírica, en todo caso perteneciente a la experiencia, pero en ningún momento reproducible experimentalmente. No hacía falta. Aquello que se tomaba por cierto, era verdad y había que aceptarlo como tal a no ser que quisieras convertirte prematuramente en disidente del sistema, cosa que acarreaba funestas consecuencias de índole práctica.

La primera demostración a una pregunta que me satisfizo fue experimentar, por mí mismo, que el cuerpo humano estaba construido tal y como estaba descrito en el Leo Testut. Lo vi disecando un cadáver en mi primera lección de anatomía práctica. El corazón estaba donde debía y cada músculo del organismo daba fe de su emplazamiento anatómico. Aquello me llenó de gozo y acalló mi espíritu contestatario.



Casi nunca –y no digo nunca porque no me quiero extremar– después de aquel momento, pude constatar con experimentos los conceptos empíricos que se me fueron revelando a lo largo de la carrera. No supe nunca por qué entraban los virus para producir infecciones en unos individuos y en otros no; ni por qué en una epidemia había personas que no contraían la infección; ni cómo actuaba un antiviral; ni por qué se moría la gente, si había miles de personas trabajando para evitarlo; ni por qué había que administrar determinado medicamento a un paciente enfermo y no otro. Todo era empírico. A mi maestro le enseñaron la técnica que él me legó a mí, y me contó con qué medicamente debía combatir las enfermedades de la garganta, la nariz y los oídos. Desde entonces, unas veces funcionaron sus métodos –las más–, y otras veces, no –afortunadamente, las menos–.

Los representantes de los laboratorios nos visitaban con la frecuencia que les obligaban a emplear sus jefes, para ponernos sobre la mesa las últimas investigaciones en materia farmacéutica. Nos daban pelos y señales sobre el genérico del medicamento, su galénica, su posología, sus efectos y sus contraindicaciones, y, discretamente nos mostraban las prebendas que podríamos alcanzar, en orden práctico, si recetábamos con cierta frecuencia su producto y no el de la competencia. Unos medicamentos funcionaban –los más–, y otros, no –afortunadamente, los menos–. Pero te quedabas sin saber los porqués y los entresijos.



Esto me ha venido pasando en muchos otros apartados del saber humano, en materias social, política, económica y religiosa. Y en todos ellos me han explicado las cosas empíricamente y la mayoría de las veces con un «Porque sí» bastante práctico para el que manda, pero que a mí me ha dejado confuso siempre. Porque, por qué funcionan tan mal las cosas si todo el mundo me ha explicado que las cosas son y tienen que ser así. Que los políticos tienen que acceder al poder sin ningún merecimiento, experiencia, currículum, ni nada parecido. Que los bancos tienen que ejercer la usura sin ningún control. Que las minorías tienen que decidir en contra de las mayorías. Que la democracia es la mejor forma de gobierno. Todo esto que me dicen, con una cara dura fenomenal, puede ser verdad, o no. Porque, que todo el mundo se lo crea no es una demostración definitiva de su veracidad.

Yo no sé quién promovió el inicio de las verdades estúpidas que todo el mundo acata como si de ellas dependiera la supervivencia. Porque las cosas se pueden hacer de muy diferentes maneras y muchas de ellas funcionan a las mil maravillas. Pero, no, aquí hay que adaptarse a unas normas que nos han llevado al abismo, y seguir utilizándolas a ultranza. Es como aquel imbécil que bajaba por una pendiente nevada siempre por el mismo sitio, que le llevaba indefectiblemente al mismo pino, contra el que chocaba aparatosamente. Pero él, erre que erre, seguía empecinado en bajar siempre por las mismas rodadas.

Las cosas establecidas, lo que nos han dicho siempre, lo que se hace por tradición, puede ser bueno, o no. Puede ser verdad, o no. Yo siempre las pongo en cuarentena, y si puedo, acudo a una fuente fiable que me aclare el concepto o el porqué de las cosas, porque, repito, lo que está establecido puede ser verdad, o no; puede ser práctico, o no.

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