viernes, 17 de febrero de 2012

AQUELLOS TIEMPOS DEL CUPLÉ





Bajé a la calle con un capacho de esparto, me encaminé por la calle de las huertas hacia la calle de León. Allí había una fábrica de hielo en un sótano. Bajabas por unas angostas escaleras que daban acceso a una estancia donde había una serie de recipientes cuadrados de unos 2 metros de largo, que estaban dispuestos, uno al lado del otro, todos verticales. Olía a amoniaco que apestaba porque empleaban el sistema de absorción para producir bajas temperaturas, que consistía en aprovechar la evaporación y posterior condensación de una mezcla de agua y amoniaco calentada mediante resistencias eléctricas.

Cuando los manómetros indicaban que los recipientes habían llegado a la temperatura óptima de congelación del agua, los volcaban en unos recogedores de madera donde los empleados los partían con garfios de acero. Ponías el capacho a su alcance y ellos introducían en él el ¼ de barra que era suficiente para las necesidades de la casa y, sobre todo, de un peso adecuado para llevarlo en el capacho. Media barra ya era demasiado y había que transportarla entre dos.

En casa había una nevera, que se trataba de un armario de madera forrado de planchas de cinc para que no dejaran escapar el frío al exterior, y un sistema de puerta hermética mediante unas gomas aislantes y un cierre lo más seguro posible. Allí dentro ibas colocando los trozos de hielo en departamentos y encima, debajo, o a los lados colocabas los alimentos, que, dependiendo de cuanto tardase el hielo en derretirse, se conservaban entre tres y cinco días frescos. Cuando se derretía el hielo, el agua de amoniaco resultante, se recogía en una cubeta de cinc con un grifo, por el que, periódicamente se vaciaba el contenido. Estábamos en pleno verano y había que hacer estas labores.

En invierno en las cocinas –que siempre daban al patio de luces–, debajo de la ventana, había un armario con estantes, colgado con tirantas de metal, completamente fuera de la fachada, con una puerta de acceso al interior, y la pared contraria hecha con rejilla de metal para que el frío seco de los inviernos de Madrid conservase los alimentos de una manera natural. Recuerdo que la mantequilla nadaba en un pocillo de agua con tapa, y siempre aparecía en aquella nevera de la cocina, junto con algo de pescado, carne y algunas verduras.

En aquella época –Madrid, años cuarenta y cinco, cincuenta– era muy clásico merendar caberito, que consistía en un trozo de pan, preferiblemente un cantero, al que se hacía un hoyo para chorrearle aceite de oliva y azúcar, y volverlo a tapar con la misma miga.
¡Me vas a contar tú ahora lo que vale un peine, con tus neveras fabricadoras de cubitos de hielo, tus bollicaos y tus memeces trufadas de clases de karate-do y de violín!. Ya, ya te iré contando cómo vivíamos en mi generación, para que te lleves las manos a la cabeza y no te quejes de nada, colega de la vega.

2 comentarios:

  1. ¡Qué bueno amigo! Ha sido una gozada leerte

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    1. Ya te he escrito a tu página, pero como en internet nunca se puede estar seguro de nada, vuelvo a hacerlo aquí. Es un placer tu comentario, y te rogaría que si tienes tiempo sigas contactando conmigo. Un saludo afectuoso. Enrique de Soto. edesoto@telefonica.net

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