lunes, 20 de febrero de 2012

LAS CARETAS




Todavía no he leído ninguna entrevista en la que el entrevistado no conteste que lo que más aprecia en los demás es la sinceridad. Pero qué difícil es ejercer de sincero por el mundo, de ser tú mismo y actuar como tú mismo. Nos enseñan desde la cuna a mentir como bellacos y aprendemos sin problemas. Yo me tuve siempre por un tipo sincero, aunque tenía pliegues que no enseñaba a nadie. Pero, en general, quería ser transparente y, a fe mía que no lo lograba, porque quería quedar bien siempre y en todas las ocasiones, y eso es imposible. Ser tú mismo y decir siempre lo que piensas, sobre todo, no, es incompatible con una buena opinión sobre ti de los demás.

Pero en mi trabajo de sinceridad, la primera vez que me fumé un pitillo, sentí dentro de mí la imperiosa necesidad de contárselo a mi padre. ¡Pobre! ¡Tan buena gente! ¡Al que yo amaba en la misma proporción que a mi madre! Pero hay cosas que sólo se le pueden contar a un padre. Y ahí me lancé yo con tembleque de piernas.

- «Papá –le dije con la voz entrecortada por la emoción–, te tengo que contar una cosa muy importante».
- «Pues tú me dirás –me contestó mientras aspiraba el humo de un “caldo de gallina blanco”– Estoy impaciente».
- «Pues la cosa es que yo no quería, pero me dijeron que si no lo hacía no era un hombre y…».
- «¿Y, qué? ¡Vamos, acaba!»
- «Nada…que me he fumado un cigarro»

Apagó el ‘caldo’ en el cenicero de hierro fundido con forma de guerrero griego. Se frotó la mano en la pechera de la chaqueta, me miró fijamente y me arreó una bofetada que me hizo escupir la saliva que tenía en la boca por la comisura contraria.

Me llevé la mano al carrillo y salí de allí corriendo entre gemidos y lágrimas de indignación. Estaba furioso y contrariado. Aquel era el pago que me daba una de las personas que yo más quería en el mundo, por haber sido sincero; por haber tenido la valentía de haber confesado lo que yo creía que era una culpa grave. Desde ese momento me propuse solemnemente no volver a confesar mis culpas, más que a los curas en el sacramento de la confesión. Y eso porque habiendo una puerta de por medio y la solemnidad del templo, no era, ni mucho menos probable, que me soltara un sopapo. Un rosario, lo máximo. Y eso era asumible.

Me coloqué la careta desde aquel día y ofrecí a los demás parte de mi personalidad. La otra parte estaba oculta, unos días por el parche de pirata, otros por el turbante de maharajá, otros por el gorro de cocinero, otros por papá pitufo, otros por el más guay del barrio, y otros por el traje a rayas de presidiario. Lo bueno de la hipocresía y el cinismo es que se pueden utilizar muchos disfraces según el momento y dependiendo de cómo te hayas levantado ese día.

Te aseguro que lo intento; ser sincero digo. A veces lo consigo y a veces no. Nada de lo humano me es ajeno.

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