sábado, 29 de septiembre de 2012

TE GUSTE O NO. EL CHICO NEGRO


 
Te guste o no
 
(Joan Manuel Serrat)
Puede que a ti te guste o puede que no
pero el caso es que tenemos mucho en común.
Bajo un mismo cielo, más o menos azul,
compartimos el aire
y adoramos al sol.
Los dos tenemos el mismo miedo a morir,
idéntica fragilidad,
un corazón,
dos ojos y un sexo similar
y los mismos deseos de amar
y de que alguien nos ame a su vez.
Puede que a ti te guste o puede que no
pero por suerte somos distintos también.
Yo tengo una esposa, tú tienes un harén,
tú cultivas el valle
yo navego la mar.
Tú reniegas en swajili y yo en catalán...
Yo blanco y tú como el betún
y, fíjate,
no sé si me gusta más de ti
lo que te diferencia de mí
o lo que tenemos en común.
 Te guste o no
me caes bien por ambas cosas.
Lo común me reconforta,
lo distinto me estimula.
Los dos tenemos el mismo miedo a morir,
idéntica fragilidad,
un corazón,
dos ojos y un sexo similar
y los mismos deseos de amar
y de que alguien nos ame a su vez.
 
Curiosamente esta canción pertenece al disco Nadie es Perfecto, que Juan Manuel Serrat publicó en el año 1994. El asunto, po tanto, no es nuevo. Pero merece la pena, de vez en cuando, avivar los sentimientos de la gente con respecto al problema de la emigración a la península de los subsaharianos..
 
EL CHICO NEGRO
Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Una alumna   rubia e inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en el   mostrador del autoservicio y luego se sienta en una mesa. Entonces advierte   que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse para cogerlos. Al   regresar, descubre con estupor que un chico negro, probablemente   subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de   su bandeja.
De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida   corrige su pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al   sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo, o incluso   que quizá no disponga de dinero suficiente para pagarse la comida, aun   siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de nuestros ricos   países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle   amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa. A   continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando   aparentar la mayor normalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y   cortesía con el chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la   sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo plato de estofado hasta   acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta.
Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del   muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella. Acabado   el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces   descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre   el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta.
Esta conmovedora historia, al parecer escrita por la columnista Rosa Montero, puede ser verdadera o no. Lo cierto es que yo la he leído escrita en distintas circunstancias, con distintos personajes y quizá con otras intenciones. No es mi voluntad restar mérito al escrito.
Aunque sea nacido de la imaginación de Rosa, o escuchado por ahí y magníficamente escrito, merecería ajustarse a la realidad y que el chico negro y la estudiante complaciente hubieran salido juntos, y después de un tiempo prudencial de convivencia, hubieran determinado formar una pareja estable con hijos, letras, estrecheces, conflictos culturales y todo el resto, y que ella hubiera alumbrado a su tiempo un mulatito con ojos redondos y enormes y una sonrisa blanquísima (a su debido tiempo).
La verdad es que no he tenido tiempo, ni ocasión propicia para, ni siquiera, poder charlar distendidamente con ningún subsahariano. Me imagino que, como todo el mundo, tendrán su forma de ser, sus pensamientos, sus inquietudes y sus miedos rampantes en medio de sus ensortijadas y negras cabezas. La cosa no es fiarse de ellos o no; el quid está en poder comunicarse con ellos, cuando uno se comunica ni con el vecino de la puerta de al lado. El problema no está en los emigrantes, está en la extraña forma que ha adoptado la sociedad actual para establecer relaciones.
 


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