viernes, 22 de enero de 2010

LA JUSTICIA ES UNA OPINIÓN (2 DE 2)

Al escribir la primera parte de esta historia, cité “la injusta jubilación” como motivo para una explicación futura. La justicia no es un criterio, es una deyección nauseabunda en los momentos en los que nos ha tocado vivir, currar, sentir y pensar.

Mi amigo, al que aludí en la primera parte con su absoluto consentimiento, trabajaba a satisfacción y de una manera impecable, en una empresa de la provincia, en la que vive desde hace 35 años –justo los años que desempeñaba su cometido intachablemente-. Por ley, en su profesión está autorizado a prolongar su trabajo, llegado el tiempo de su jubilación, cinco años más, mediante una simple petición de permanencia . Desempeña su puesto correctamente, saca su trabajo adelante con su entera dedicación, se encuentra joven, lleno de energía y con una experiencia nutrida, año a año, con nuevos conocimientos. Evalúa la situación y decide continuar trabajando. Escribe una petición de continuidad en el servicio dirigida a la administración y continúa a lo suyo relajado y tranquilo. Le someten a un chequeo médico para despistar posibles anomalías, y a una evaluación psicológica. Pasa los exámenes con una puntuación suficiente y con unos informes favorables. Al mes escaso de la presentación de su solicitud, recibe en su despacho una carta con el membrete de la administración. La aprobación de mi solicitud –piensa-, y se apresta a abrirla para confirmar su sospecha. Lee: “Su solicitud de permanencia en su puesto de trabajo, ha sido desestimada por no cumplir la normativa vigente, en cuanto al plazo de presentación de los documentos, que se ha realizado seis días después de la fecha estimada para su presentación”.

Después de un mareo repentino y breve, ocasionado por una ola de sangre hirviendo que se le sube a la cabeza, empieza a mover cables. Todo se confabula para demostrarle que la norma es la norma y que, a pesar de sus desvelos de más de treinta años en su puesto de trabajo, cumpliendo fielmente con su cometido, sin una tacha, la administración le da la patada de Charlot y le manda a defecar a la vía, por un simple formulismo normativo de los que se salta a la torera a diario miles de veces por segundo. Naturalmente acude a un letrado especialista en administrativo que, una vez visto el expediente, decide hacer una reclamación a la justicia para que enmiende una decisión injusta.

Celebrado el juicio y oídas las alegaciones de ambas partes, el juez, después de 15 días de considerandos, dicta sentencia condenatoria a mi querido amigo, porque: “Si bien cree en su inocencia, y en el exclusivo deseo, fuera de dolo, de continuar en su puesto de trabajo, no tiene apoyatura jurídica para dictar sentencia a su favor” Sin embargo, le recomienda a él y a su letrado que recurran la sentencia. O sea, quiere decirse que el juez, para dictar sentencia en una causa justa, requiere que otros jueces hayan dictado sentencia al respecto, en otras causas justas similares, antes que él. ¿Pero que me estás contando? Entonces ¿Para qué sirve las figura de Su Señoría? En este caso daba igual una computadora.

No recurrió porque no tenía dinero para las costas, naturalmente. Y se quedó sin su puesto de trabajo y con la mitad del sueldo.

Curiosamente se trata del mismo Juez que decidió el cachondeo del prestigio y del tiempo libre en la sentencia de su caso del artículo que antecede.

¿Qué? ¿Qué es un caso aislado y no se puede generalizar? ¡Ya te digo! Me paso yo por el forro la opinión de tanto “progre” que, en aras de no sé qué idea de Estado raro de unas Autonomías viciadas de origen, o de la libertad y el criterio sesgado a ultranza, ve como posible, normal y conveniente, que los jueces ocupen sus cargos a dedo y se plieguen a los deseos del que los ha puesto. En mi época –hablo de los tiempos de la “Oprobiosa”- las cosas se hacían de otra manera, y los jueces dictaban sentencias justas, porque se habían dejado el culo, los codos y los ojos estudiando y trabajando en una mesa de camilla con un brasero como sistema de calefacción en los fríos días de invierno, para capacitarse y nutrir sus conocimientos. A los jueces se les enseñaba a impartir la justicia de una manera lógica y ecuánime; a obrar en razón y tratar a alguien según su mérito, en ocasión de competencia o disputa. Ahora no; ahora los jueces son de la misma categoría, condición y sapiencia que los políticos. ¡Así nos va y nos luce el cuero cabelludo! Sin embargo, siempre que llueve, luego escampa. ¡Digo yo!

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