viernes, 12 de febrero de 2010

LA BUENA EDUCACIÓN


Está empezando a estar de moda, por algo será, la educación de los niños. Esa educación tan laxa y tan estúpida y permisiva que quieren imponer los políticos de izquierdas, con absoluta anuencia de los padres de cualquier bando y de cualquier idea. Y el caso es que, en esta materia, como otras varias, todo está inventado. Y es atroz observar como retuercen conceptos y ensalzan a la categoría de inalienables principios que, si se hubieran utilizado con ellos, ahora estarían en las consultas de los psiquiatras, o colgados en alguna esquina o barrio periférico con fama de marginal, extremo y peligroso.
No quiero comparar, pero necesariamente tengo que sacar a relucir al reino animal: cómo educan los animales a su camada y cómo los humanos educamos a las mascotas. En la naturaleza los animales tienen instintos paternales y maternales y no sólo educan a los descendientes la madre y el padre, colaboran también en su educación y cuidados algunos miembros de la familia. Los críos tienden a jugar todo el día, quizás ensayando las peleas que habrán de mantener, cuando sean adultos, para colocarse en puestos de privilegio, con respecto a las hembras, dentro del clan. Si una cría se pasa de la raya, se le enseña con un mordisco o una coz, para que aprenda a comportarse y, sobre todo y por encima de todo, para que entienda quién manda en el grupo. Y esto es así desde el principio de los tiempos. El género humano –muy listo para adueñarse de las voluntades de los demás en beneficio propio- está inventando la educación de derechos y ausencia de obligaciones. A lo que se une, como una amalgama, el complejo de culpa que sienten los padres al abandonar a sus hijos en manos ajenas por conveniencias de horarios y, sobre todo laborales y económicas.


Antes, en aquellos años del cuplé –que ojalá volvieran en el 90% de sus aspectos- el padre tenía la obligación de salir de casa para buscar el sustento diario de la familia, pero la madre permanecía en el domicilio familiar educando amorosamente a su prole. ¡Y de qué manera! La educción que se estilaba, y que tan buenos ciudadanos ha dado en España, era a golpe de cornetín, de coscorrón, de pestorejazo y de castigo a irse a la cama sin cenar, con un hambre de mil demonios. Y cuando volvía el padre, su esposa le daba el parte de incidencias, y si había que soltar algún guantazo, se soltaba. La escuela era un lugar cuasi sagrado, en donde había que tratar a los profesores con respeto y educación, so pena de sufrir un grave castigo, un capón, un borradorazo o una expulsión momentánea o definitiva. Y si el padre se enteraba apoyaba al profesor absolutamente. Había que esforzarse y hacer trabajos de memorización continuos para ejercitar la memoria y se estudiaban humanidades, historia de España –la verdadera-, latín y Griego, que son la base de nuestro lenguaje. 
A las mascotas las educamos convenientemente, con tal de que no ensucien la alfombra del salón, y cuando se pasan de la raya, deben sufrir las consecuencias de unos azotes propinados con un periódico enrollado.
Hoy en día, atiendo a muchos docentes con graves problemas psicológicos causados por la falta de libertad, por el trato que reciben de los inspectores, directores, APAS y, lo que es peor, por los alumnos. Un profesor de matemáticas, por exigencias de la inspección, puede verse obligado a impartir gimnasia. Y la hora de tutoría puede cubrirse, si las circunstancias lo indican, por un docente que no conozca a los alumnos o que no tenga ni idea de psicología. Los alumnos tratan de tú al profesor, se ríen de él en sus barbas, utilizan los móviles, hablan durante las explicaciones y amenazan al preceptor con insultos soeces al mínimo intento, por parte del educador, de moderar el carácter del alumno o sugerirle que se calle. Las APAS (Asociaciones de padres de alumnos) exigen cada vez más privilegios para sus hijos, y cada vez más facilidades para aprobar sin estudiar, o para pasar de curso con cuatro asignaturas pendientes, para, supuestamente, evitar la presión que tienen los mamones de los niños, que no dan palo al agua y se dedican a mamonear (como su propio nombre indica) con las niñas, a ver pelis porno, a fumar petas y tirarse a la bartola con el consentimiento de los padres, que tienen un complejo de culpa que te cagas por dejar a los niños solos la mayor parte del día, desamparados de padre y madre –como si estuvieran huérfanos-, para comprar la segunda vivienda, un coche mejor, o para tener un veraneo de ministro en Punta Cana con “Marimón Viajes” o para salir todos los putos viernes a llenarse el buche de langostinos, chuletón de Cervera y Marqués de Cáceres reserva plus.
A los hijos –estoy convencido de ello, porque es lo que hicieron mis padres conmigo- hay que ponerles cotos, barreras, límites. Obligarles a colaborar en las labores domésticas, sí o sí; educarles en la mesa, en su relación con la familia y en su relación con amigos, profesores y demás personajes que se puedan cruzar a diario en su camino. Exigirles mucho más que se les exige ahora, en todos los aspectos. Hacerles que aprendan humanidades, música, un idioma, y que hagan deporte. Os aseguro que eso no les agobia. Lo que les molesta es que los padres pasen de ellos como del culo, y que no les hagan ni puto caso durante todo el día, empeñados en pagar el chalet que no van a poder disfrutar por falta de tiempo.
Un gran amigo me contaba, con lágrimas en los ojos, en el sepelio de uno de sus hijos, casi adolescente, que, poco antes de morir en sus brazos, le dijo esta frase que se le quedó grabada a fuego en todo su ser, y que no le deja tener paz ni sosiego, atormentado por remordimientos increíbles. “Padre, la primera vez que me cogiste fumando un porro, me debías  haber matado”. Dixi.

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