jueves, 14 de enero de 2010

ELLA

¡Qué cultura tan extraña la de la muerte en Occidente! Se sufre, pero no se sabe de ella. Nos vamos encaminando indefectiblemente al final, pero no le conocemos. Todo el mundo la sufre, pero nadie habla de ella. Creemos que no nos va a tocar nunca; que la gente que nos rodea es poco menos que inmortal, y que nosotros somos eternos. ¡Qué incertidumbre acerca de ella! ¿Qué pasará? ¿A dónde nos llevará? ¿Será dolorosa? ¿Enervante? ¿Rápida? ¿Sorprendente? Ni lo sabemos, ni queremos enterarnos de los pormenores. Sólo pensamos en ella cuando la vemos cerca o muy abundante. Y, ahora la cosecha de la parca ha sido ópima: cientos de miles de personas en un solo racimo; todas juntas y a la vez. Por lo menos se han muerto en compañía –si eso es bueno-.

La abuela de mi maestro chamán, Agustín, estaba muy malita, la pobre; más para allá, que para acá. Todo el mundo esperaba su próximo deceso; todo el mundo sufría ya su pérdida. La estaban matando antes de tiempo. ¡Qué manía!, la gente te asesina mentalmente de una manera lenta, pero segura ¡Que nadie se entere de mi enfermedad, porque ya me estarán enterrando sin esperar al triste desenlace! La pobre viejita languidecía en su lecho rodeada de sus deudos. Las plañideras lloraban por adelantado. ¡Qué cuadro, para una abuela! El caso es que, en un momento determinado, la enfermedad hizo crisis bruscamente y la moribunda empezó a resollar, cuando antes su aliento cabía en un silbido. Abrió los ojos y miro en derredor. Sonrió y pidió de comer. Al preguntarla por sus pensamientos y sus sensaciones en aquellos momentos supremos, contestó:

- Vino a por mí la muerte, toda vestida de negro, y me dijo: “Vamos, Paulina, que ha llegado tu hora”. Ni lo sueñes –la contesté-. Como no te vayas y me dejes en paz seis meses más, te echo encima a mi nieto que es karateca. Y, miren ustedes, la negra se me marchó de delante y comencé a sentirme bien.

Bueno, pues si hay que regatear con la de la guadaña, regateamos ¡No faltaba más! Y si hay que amenazarla, lo haremos si con ello prolongamos seis meses nuestra vida ¡Con lo bonita que es!.

Pero una vez en la otra orilla, una vez que Caronte nos haya cruzado la laguna Estigia, me imagino un paraíso donde la gente destile bondad, buenas maneras, amor, comprensión y sabiduría. Nos saldrá a recibir una representación de la flor y nata de la otra vida; la elite de los muertos, junto con nuestros familiares y amigos que nos precedieron, y después de los emocionantes saludos, nos conducirán a nuestra casa: ¡La vuelta al hogar! ¡Qué emoción y que gran dicha la vuelta a casa! Y allí, rodeados de lo mejor de nuestra alma, nos aleccionarán sobre las condiciones del sitio, sobre lo que allí nos espera y sobre nuestra transmisión con los que han quedado allá abajo. Un poco más tarde, nos asignarán una tarea para realizar, siempre en pro de los que han quedado en la Tierra. Y, si no, que me quiten lo bailao.

Es bueno morirse cuando no aguantas la presión de los acontecimientos o cuando has tirado la toalla o cuando así lo decides. A lo mejor la muerte no está datada; quizá no sepa nadie el día ni la hora, y los que lo decidamos seamos nosotros. ¡Vete tú a saber! Y, en el ínterin, podíamos familiarizarnos con ella –lo menos posible, la verdad- y no sufrir cuando alguien, próximo a nosotros; casi de la familia, nos abandona. Considerar el óbito como una cosa natural, como el nacer. Y así es en verdad: el nacimiento a una nueva vida sin impuestos, ni políticos estridentes. ¡Es broma!

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