jueves, 14 de enero de 2010

ENSAYO SOBRE LA LIBERTAD (Parte 4 y última)

Viajé por cuestiones académicas, junto a un amigo de la profesión, a una ciudad alejada de la nuestra. La combinación de trenes no nos permitió llegar a una hora prudente y bajábamos las maletas de nuestro ferrocarril a las 3:00 de la madrugada. Encontramos un taxi que nos condujo a la casa de un colega, que nos la había prestado durante el tiempo de nuestra estancia. La vivienda era moderna y confortable, limpia y ventilada. Teníamos hechas las camas y todo dispuesto en la cocina para que desayunásemos abundantemente. No teníamos mucha hambre y sólo nos tomamos un café con leche. Un rato sentados en el salón y la dosis de cafeína, despertaron en mi amigo las ganas de fumarse un cigarrillo. Echó mano al bolsillo de la chaqueta y, a continuación, de todos los posibles. Nada, no tenía ni un pitillo para apagar su sed de nicotina. Buscó por toda la casa.  Nuestro colega se conoce que no fumaba, porque no se veía ni un cenicero . Se empezó a poner nervioso. Al principio lo llevó bastante bien, por no dar el cante en mi presencia. Pero, a medida que iban transcurriendo los minutos, le iba notando desasosegado en un principio, más tarde, francamente nervioso. A la media hora no pudo más y me confesó que era superior a sus fuerzas aquella situación. Debía de ir a buscar tabaco por donde fuera. Me brindé amable, pero molesto, a acompañarle. Cuando salimos de la casa eran las 4:15.


En los primeros 15 minutos no encontramos ni un alma que nos pudiera dar noticias de dónde podíamos comprar tabaco. La estación quedaba francamente lejos para volver, y allí tampoco era seguro que pudiera haber alguna máquina expendedora. Después de dialogar violentamente con sus razones y entrar en justificaciones que sólo entendía él, le pegó una patada a una bolsa de basura que hizo que su contenido quedase desparramado por el suelo. Se encaró con un mendigo, que no nos supo dar razones, y se meo en una esquina, haciendo gala del más soez de los comportamientos. Cuando estaba a punto de pegarle un puñetazo en plena cara para que entrase en razón, acertaron a pasar por allí un grupo de chavales que volvían de alguna movida. Se hicieron cargo del mono de mi amigo y le dieron unos cuantos cigarrillos. Él quiso pagárselos, pero los muchachos rechazaron el detalle y verbalizaron alguna frase de solidaridad con la situación. Hasta que no encendió uno de aquellos pitillos no recuperó la sensatez, ni la compostura, ni el color de su semblante. Era un profesional como la copa de un pino, con la libertad para fumar todo lo que le viniera en gana, pero encadenado a su vicio, que le restaba la misma libertad que le concedía el primer privilegio. Yo, afortunadamente, no fumaba. Nunca se me daría la circunstancia que acababa de vivir. Para mí la libertad era: Hacer cada vez menos cosas, y encadenarme, cada vez menos, a los condicionamientos que mi amigo se había impuesto voluntariamente.

Según Shiradta Gautama, El Buda, el sufrimiento de la gente nace de los deseos. Pero dado que no se puede vivir sin desear, porque los deseos mueven constantemente a la persona, se tradujo la palabra deseos, por apegos. Los apegos son los deseos sin los cuales la gente no puede ser feliz, pero absolutamente prescindibles en el momento en que recapacitemos en el extremo de que, si yo no puedo vivir sin Pepita, en el momento en el que desaparezca ella, desaparecerá mi felicidad para siempre, jamás. La frase queda así: El sufrimiento de la gente nace de los apegos. Eliminamos los apegos y desaparece el sufrimiento. Lo auténtico, sin duda, es ir desapegándose de todo y de todos. No como una suerte de desamor por todo y por todos, sino por amor hacia todo. Lo mejor que puedes hacer por la persona amada es dejarla libre.

Entonces, la libertad no estriba en dejar que el individuo haga su voluntad, sino en enseñarle las consecuencias del ejercicio de la libertad. Yo seré cada vez más libre, a medida que vaya prescindiendo de todo lo superfluo; de todo aquello que no constituya una necesidad vital. Se puede vivir con muy poco. Y se puede vivir, bien. Remito al lector a el libro “Las voces del desierto” de la escritora Marlo Morgan, donde demuestra, por medio de una serie de vicisitudes, que se puede vivir prácticamente sin nada. Si no te falta nada, eres feliz. Pero para sentir tu plenitud, en medio de la baraúnda de ofertas para el consumo, que diariamente nos bombardean desde todos los medios de comunicación escrita, hablada y visual, hay que tener una fortuna, para satisfacer todos los caprichos que se derivan de dichas ofertas. Al final, el individuo, con todas sus posesiones, continuará siendo infeliz y sintiéndose incompleto, día a día, porque también día a día, los publicistas de las ofertas, se las ingenian para embaucar a la gente con un par de caprichos más por minuto. Mi felicidad, mi libertad, estriban en dar la espalda a ofertas y vicios. Si no los tengo, no me veré obligado a salir de madrugada, en una ciudad desconocida, a buscar tabaco con el que satisfacer mi necesidad de la dosis periódica de nicotina. Soy libre.

Un individuo, acompañado de unos familiares, acude a un restaurante. Cuando acude el metre a su mesa, le pregunta de sopetón:

- ¿Tienen sopa de tomate?

- No señor. No tenemos sopa de tomate. Tenemos sopa de pollo, sopa de cocido, sopa de menudillos, sopa de arroz, sopa de pasta, sopa china, sopa romana, sopa de pan, y algunas otras, pero no tenemos sopa de tomate.

- ¡Ah, bueno. Pues yo quería sopa de tomate. Es la única que me gusta. Entonces me voy!.

Curiosa situación. A él sólo le gusta la sopa de tomate. Y como no tienen sopa de tomate, se tiene que ir de allí a buscarla como un tonto del culo.

Hay que abrirse a todo. Probar todo. Sentir todo, no anquilosarse por nada, ni atarse a nada. ¡Esto es ser libre!.









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