lunes, 11 de enero de 2010

LA NIEVE

Volvía a casa desde la consulta. Hacía frio, y mi naturaleza esmorecida acrecentaba la sensación en mi cuerpo. No obstante, suelo ser disciplinado y firme en mis decisiones. Si digo una cosa, suelo cumplirla. Al salir de la consulta me metí un plástico de embalar entre la camisa y el jersey. El frio se ceba con mis partes pudendas; hice, por tanto, que el papel bajase hasta cubrirlas. La bufanda, la gorra inglesa y los guantes de forro polar, junto con mi parka provista de un plumas por debajo, completaron mi equipo. De esta guisa salí a la calle. La ola gélida envolvió mi cara e intentó meterse por cualquier rendija. Los pantalones de pana eran poca protección para la baja temperatura. Se me empezaron a enfriar las piernas y los muslos, hasta donde les permitió la protección que había dispuesto. Las manos, embutidas en las manoplas, se defendían escasamente, así que opté por meterlas en los exiguos bolsillos que el diseñador había colocado. Soplaba un viento gélido que te hacía arrugarte sobre ti mismo, intentando guardar el calor que se disipaba por momentos con cada ráfaga. La gente imitaba la misma postura, miraba hacia abajo y se inclinaba ligeramente hacía el sentido de su marcha.

A los pocos minutos me encontré, en mi caminar, con una amiga –ya anciana, pero vigorosa- que venía de entregar una prenda a una clienta. Llevaba una chamarra con capucha de piel, pero no se había cubierto la cabeza con ella. Su paso era rápido, de manera que tuve que acelerar el mío para alcanzarla. Después de los saludos, la pregunté cómo no se tapaba la cabeza con la capucha. “Sudo mucho” –me contestó- ¡Toma! Unos tanto y otros tan poco –pensé-. Al separarnos en un jardín que bordea un grupo de edificaciones, y quedarme sólo en mis pensamientos de “aquí y ahora”, comenzó a nevar. ¡Qué gran sorpresa para mí! Ya lo había hecho los días anteriores, pero en aquella circunstancia me cogió desprevenido. Los copos caían mansamente, sin atropellarse unos a otros, llenando mi punto de vista de manchitas blancas que se interponían entre mi persona y los objetos lejanos. ¡Qué emoción! Días anteriores me hicieron llegar a la consideración de que la nieve, con su inmensa belleza, era un regalo de Dios para los humanos, y así lo tomé, como un regalo que Dios me hacía. Con cada copo que me tocaba la cara, se me caía una lágrima de felicidad y agradecimiento. Hacía “pucheros” y las lágrimas se mezclaban con la secreción líquida que salía de mi nariz por causa del frio. Dejé que todo me impregnase y permití que todo fluyera. La sensación me duró hasta que llegué a casa y se terminó la magia que me habían proporcionado aquellos inolvidables momentos.

Todo lo que me rodea –pensé después- cambia de cariz dependiendo de mi intención al observar los hechos y los objetos. La misma situación, dependiendo del punto de vista, puede ser feliz para unos, y lesiva para otros. Pero las situaciones y los objetos son inertes; en el fondo no tienen ningún significado, a no ser que tú se lo prestes. Y ahí radica la magia de la vida: en que tú te emociones con los hechos y con los objetos más comunes. No tienes que forzar la emoción, ni siquiera pensar: me voy a emocionar. Al hacerte uno con la nieve; al identificarte con la situación y dejar que te penetre, surge la emoción por sí sola, y te impregna hasta lo más recóndito de tu ser.

Nieva para todo el mundo, pero unos ven la nieve, y otros la magia.



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